Hablábamos de épica, de héroes, de batallas imposibles de ser ganadas y Fabián Nicolella escribió esta historia que, en lo personal, me encantó.
Esa mañana no era como cualquier otra. La noche anterior apenas había podido dormir de los nervios. Cuando por fin pegó un ojo, se despertó al amanecer con la sensación de haber dormido tan solo unos segundos.
Su compañero de habitación en la concentración tampoco había dormido bien; estuvo hasta altas horas de la madrugada mascando chicle y mirando el techo.
Luego de comer un abundante desayuno, empezó el entrenamiento. Mientras todos trotaban, él no podía concentrarse: lo único que pensaba era en cómo se le había ocurrido a la organización que jugaran al mediodía bajo el sol abrasante. Debía ser por la televisación, sí, seguro era eso.
Cuando los jugadores estaban en el túnel formados para salir, ya había un clima de guerra. Los primeros en salir, encabezados por él, ingresaron al terreno de juego con el aliento de la gente.
Cuando el referí pitó el inicio, el gigante de cemento enloqueció. El partido era una batalla, los dos equipos se disputaban la pelota ferozmente. Tal era así, que el primer tiempo terminó con ambos equipos empatados en cero. En los vestuarios, el equipo se daba ánimo:
-Vamos, ché, no es imposible, nosotros podemos – dijo el capitán.
“Nosotros podemos”, pero bien sabía el equipo que sin él no iban a lograr mucho.
El segundo tiempo comenzó y empezaba igual que el primero. Hasta que, transcurridos seis minutos, luego de un mal rechazo y en una clara jugada polémica, él anotaba el 1-0 metiendo mano en el asunto. Ya no importaba, se ganaba, pero la embestida rival era muy fuerte. Hasta el momento en que, luego de sólo cuatro minutos del gol, él recibe en la mitad de cancha y desenvainando su espada, uno a uno va dejando por el camino a sus rivales, dibujando en el terreno de juego exquisitas figuras. Humillada y superada la mitad de sus adversarios, ejecuta al guardameta con su sutil movimiento, y todos los presentes quedan asombrados y callan, pero callan porque no saben cómo reaccionar ante tan maravillosa jugada. En seguida, todos estallan en un grito, todos menos algunos que tan solo tienen en su cara un gesto de tristeza: son los humillados.
Como siguió el partido ya no importa. Sí, ellos metieron un gol, pero no sirvió más que para la estadística. Lo único que importa es que, con la mano de Dios y el gol del siglo, una semana después, la Argentina ganaría el mundial. Y Maradona también.